Eterno nocturno

Uno de los años más locos de mi vida fue 1975.

Me habían expulsado de la residencia de estudiantes por programar un pase de El acorazado Potemkin –prohibida por entonces en España, donde aún mandaba el dictador ultracatólico y necio Francisco Franco–. En realidad utilizamos la (aburridísima) película, de la cual ni siquiera teníamos una copia, como falso gancho para la presentación de un colectivo al que llamamos, sin demasiado sentido, Partido Surrealista de Katanga.

Durante el acto, en un salón a oscuras, yo aparecía cubierto con una sábana y declamaba textos de la Agencia general del suicidido de Jacques Rigaut:

No hay motivos para vivir, pero tampoco hay motivos para morir, la única manera con que se nos permite demostrar nuestro desdén por la vida, es aceptarla, la vida no merece que nos tomemos el trabajo de abandonarla, el suicidio es muy cómodo, no paro de pensarlo, es demasiado cómodo, yo no me he suicidado, subsiste un pesar, no quisiera partir antes de haberme comprometido, quisiera, al partir, llevarme Notre-Dame, el amor o la República

Tres compañeros, ataviados de la misma guisa, coreaban consignas de unos de los manifiestos del dadaísmo:

¡Abolición de la memoria! ¡Abolición de la arqueología! ¡Abolición de los profetas! ¡Abolición del futuro!

Las dos docenas de asistentes, casi todos marxistas, es decir, totalitarios e inflexibles, quisieron darnos una tunda. A los pocos días alguien entró en mi cuarto y rayó con una navaja uno de mis discos, un vinilo en directo de Frank Zappa & The Mothers.

La orden católica que gestionaba el colegio mayor nos enseñó la puerta y nos fuimos a vivir a Majadahonda, que era todavía un pueblucho casi rural que no presentía la colonia suburbial de clase media alta en que se ha convertido.

Yo bajaba a veces la universidad en una Vespa de color naranja que había comprado gastando la asignación que me ingresaron mis padres para todo el semestre, pero durante gran parte de los días no me movía del salón. Habíamos forrado los ventanales con cartulina negra para evitar la luz porque nos molestaba y queríamos vivir en una noche eterna.

Las drogas de laboratorio eran de acceso casi directo. Había muchas y de muy buena calidad: Bustaid, Spansule, Dexedrina (que diluíamos en agua para que tuviese una pegada más retardada), Rinomade, Preludín (la coca del pobre), Tilidine, Sosegón, Codeisán (el speed ball barato)…

Teníamos localizadas las farmacias más liberales, donde las despachaban sin receta, y nos cuidábamos de no comprar dos veces seguidas en la misma. A veces recorríamos todo Madrid en mi Vespa, hacíamos la ruta completa y volvíamos a casa con un cargamento. No se trataba de hacer negocio. Nunca revendíamos las pastillas. Todo era para consumo propio y para compartir con los amigos.

Mi preferida, con mucho, era el Still 2, una anfetamina que se suministraba como adelgazante (una mother’s little helper, como decía la canción los Rolling Stones). La consumí casi a diario durante casi dos años. Era capaz de ingerir diez o doce al día y en una ocasión estuve una semana sin dormir.

El Still 2 producía una paz muy blanca y no te convertía en un hermeneuta febril y necesitado  de verbalizar. No era de esas anfetas que hacen de ti un aprendiz de locutor o un mal conferenciante. La seducción del Still 2 era blanda, te estiraba como una goma y anulaba el movimiento de las pestañas. Eras todo mirada, pero mirabas hacia adentro.

No se trataba de estar volado, sino de impugnar el tiempo mediante noches interminables. Los habituales éramos J., un asturiano al que no he vuelto a ver, y yo. A veces, durante unas horas o días enteros, nos acompañaban C. y J.L., dos hermanos a los que había conocido en Venezuela (uno de ellos es ahora un cargo público del PSOE y el otro ingeniero en una transnacional), y J., un estudiante, como yo, de Periodismo (redactor jefe de un diario).

La música nunca cesaba. Lou Reed (Transformer, Berlin), David Bowie (Ziggy Stardust, Hunky Dory, The Man Who Sold The World), Pink Floyd (sobre todo Meddle y Ummagumma, pero también todos los demás), Bob Dylan (Blonde on Blonde, Highway 61 Revisited), Can (Tago Mago, Ege Bamyasi), Amon Düül (Yeti, Tanz Der Leminge), King Crimson (In the Court of the Crimson King, Islands), Brian Eno (Taking Tiger Mountain By Strategy, Here Come the Warm Jets), la tropa de Canterbury (Matching Mole, Hatfield and The North, Soft Machine, Kevin Ayers, Daevid Allen…), Neu, Van der Grag Generator…

Como se puede apreciar, tendíamos al viaje, al ascenso y la espiral. Algunos eran discos difíciles de encontrar en España, donde sólo se editaban las piezas que lograban filtrarse a través de los inexplicables y caprichosos tamices de la censura franquista. Berlín, de Lou Reed, había sido mutilado y la edición española aparecía sin The Bed, una canción lóbrega, pero no menos que el resto del disco.

En la noche infinita yo escribía y dibujaba en folios blancos que luego regalaba o guardaba en una carpeta de tapas plásticas marrones. Gran parte de aquel material, al que añadía collages con recortes, estaba basado en la música. Con las anfetaminas eres capaz de entrar en las canciones y asegurar, incluso ante un tribunal sumarísimo, que tú eres el autor de tal o cual frase, de este o aquel verso. Nadie te podría convencer de lo contrario. Tú eres la piel, la semilla y la pulpa de la canción; el cantante, el pianista, el encargado de afinar las guitarras y el motivo inspirador…

En ese sentido, el Still 2 era una droga comunista y paliativa: todos iguales, todos demasiado despiertos, todos tendidos en la playa blanca de un eterno domingo de la mente…

Me encantaban los discos de Genesis y, sobre todo, la compleja personalidad de su cantante, el múltiple Peter Gabriel –cien caras, cien avatares–, de quien se decía que estaba a punto de dejar el grupo por diferencias artísticas con los demás, sobre todo con el batería, Phil Collins, que acabaría siendo, como todos ustedes saben, uno de los músicos más indigestos del planeta.

Casi todo lo que había grabado, siete discos, lo había encargado al extranjero, a amigos que viajaban a Londres, París o Lisboa. El último sí lo habían editado en España el año anterior. Era una obra conceptual, un disco doble titulado The Lamb Lies Down on Broadway sobre la peripecia de un chapero puertorriqueño en Nueva York. Lo estoy escuchando mientras escribo y no le encuentro ni el veinte por ciento de la bondad que le atribuía, pero no reniego: el veinte por ciento es bastante más que el doble cero que me producen los discos de las últimas dos décadas.

En el curso académico anterior, el de 1974, había presentado un trabajo para una de las asignaturas de la facultad. Versaba sobre la escenografía multimedia –sí, esa palabreja ya existía– de algunos grupos psicodélicos ( sobre todo The Velvet Underground, Pink Floyd, Genesis y, ¡dios mío!, Yes…). El profesor me había felicitado y obtuve la nota más alta de clase. Teorizar sobre unos cuantos miles de watios de luminotecnia y dos o tres retro proyecciones suena ahora un poco naíf, pero yo no era el pellejo que soy: acababa de cumplir 20 años y aún me seducían con facilidad y poco esfuerzo.

Cuando nos dijeron que Genesis tocarían en Barcelona, Madrid y San Sebastián nos costó creerlo. Hasta entonces los conciertos eran casi privados, siempre en pequeños teatros o clubes (boites, se les llamaba). En el Teatro Alcalá había visto a Rory Gallagher, Robert Fripp & Brian Eno, Kevin Ayers, Leo Sayer…

Era tal la inocencia de aquellos montajes que nunca pagamos más que una entrada. El resto las falsificábamos a bolígrafo sobre tacos de tickets en blanco que comprábamos en un almacén de papelería. Al acomodador le presentábamos seis o siete entradas, con la buena encima, y no se molestaba en comprobar las demás.

La gira de Genesis parecía seria. La organizaba Gay Mercader, un catalán de la alta burguesía –emparentado de manera lejana con el asesino de León Trotsky, el terminator estalinista Ramón Mercader–. En 1973, Gay se había atrevido a traer a Granollers, en Barcelona, a King Crimson. Fue el primer concierto lisérgico celebrado en España. Se rumoreaba que el promotor también estaba en tratos con Frank Zappa, Jethro Tull y los Rolling Stones.

Compramos entradas para el concierto de Madrid, que se celebró el 11 de marzo en el Pabellón Deportivo del Real Madrid. El recinto estaba rodeado de policías, pero nosotros, ciegos de anfetaminas y hachís, nos extendimos durante dos horas, fuimos sábanas inmaculadas tendidas bajo el nocturno franquista.

El grupo cerró la actuacion con The Knife, que todos entendimos (y creo que Gabriel también cuando levantó el puño hacia el público) como una llamada particular:

Stand up and fight, for you know we are right
We must strike at the lies
We are only wanting freedom

Regresamos a la habitación siempre oscura de Majadahonda en estado de éxtasis y juramos que iríamos a ver a Genesis a San Sebastián, donde tocaban algo más de dos meses después, el 18 de mayo.

La situación se complicó a medida que se acercaba el día. Con Franco en estado pre comatoso y una huelga general convocada por los sindicatos para septiembre, el regimen decidió establecer el estado de excepción en Vizcaya y Guipúzcoa. Había detenciones políticas diarias y las bandas parapoliciales de los Guerrilleros de Cristo Rey repartían palos por todo el país.

Pese a los consejos de algunos amigos que nos recomendaban no viajar en aquellas conidiciones a San Sebastián, la capital de Guipúzcoa, conseguimos que alguien nos prestara un coche, un Renault 8 de color azul, y salimos el sábado 17 de mayo. De los cuatro viajeros (los hermanos C. y J.L., alguien de quien sólo recuerdo que era natural de las Canarias y yo), el único carnet de conducir era el mío, de manera que me tocaba manejar el coche durante toda la ida y la vuelta, unos mil kilómetros.

Apenas conservo memoria del trayecto. A la caída de la tarde llegamos a San Sebastián, donde yo nunca antes había estado. En la ciudad, poblada de policías con su fúnebre uniforme gris, preguntamos por el camping del Monte Igueldo, instalamos la tienda de campaña y bajamos al centro a pasear.

No dormí aquella noche. A la luz de un farolillo de gas escribí durante horas en papeles que guardé en la carpeta de plástico marrón. Cuando me sentía cansado, tomaba otro Still 2. No quería regalar al sueño ni un solo minuto de mi vida.

El concierto del día siguiente, en el Velódromo de Anoeta, fue casi idéntico al de Madrid. La primera parte, dedicada a la versión íntegra de The Lamb Lies Down on Broadway y la segunda a los éxitos de los discos anteriores, entre ellos mis dos piezas favoritas, Supper’s Ready y The Magical Box. Gabriel volvió a terminar el recital cantando The Knife con el puño en alto.

Pasada la medianoche emprendimos el regreso. Llenamos un termo de café en un bar de carretera. Yo tomé dos anfetas para el camino. La noche era cálida y sin luna. La Nacional I, la carretera que enlaza el País Vasco con Madrid, estaba desierta. Subíamos por una zona de curvas cerradas, rodeados de arboledas. Carlos, que iba en el asiento del copiloto, daba cabezadas. Los otros dos, en el de atrás, estaban dormidos.

A la salida de una de las curvas nos paró un control de la Guardia Civil. Eran seis o siete agentes, armados con metralletas, y habían atravesado un Jeep en nuestro carril. Otro estaba detenido en el arcén, cincuento metros más adelante.

Nos rodearon vigilando todas las ventanillas. Un guardia me ordenó por señas que bajase el cristal. Mientras los demás sacaban a mis tres amigos y los colocaban en fila, con las manos cruzadas en la nuca, me ordenó que le mostrase la documentación del automóvil. Había adentrado el cañón del arma en el vehículo, apuntando a mi pecho. Todo era silencioso, de una nitidez extrema. Escuchaba el clic clic clic del dedo en el gatillo.

Le entregué los papeles. No podía verle la cara por el contraluz de las linternas y los focos del Jeep, pero parecía joven, de unos 30 años. Me ordenó que me bajase.

– Quieto. Al lado del coche. Las manos en la nuca.

Entregó la documentación a uno de sus compañeros para que la revisase y me preguntó:

– ¿No sabes que estamos en estado de excepción?

No respondí. Alzó la voz:

– ¿No lo sabes?

– Sí , dije.

– Podíamos haberos disparado antes de preguntar. Dame tus papeles.

– Los tengo en la chaqueta, está dentro.

– Sácalos, pero muy despacito, que el dedo se me pone nervioso.

Le entregué mi pasaporte venezolano.

– ¿Qué es esto?

– Soy venezolano.

– ¿Qué haces aquí?

– Estudio en Madrid. Estamos de vuelta, vinimos a un concierto a San Sebastián.

Ahora podía verle la cara: era bien parecido, muy moreno, con la mandíbula algo rectangular y la frente muy amplia. Mientras revisaba el pasaporte, miré a mis amigos. No se movían, miraban hacia el fulgor casi exótico del bosque. Tres guardias les estaban apuntando. Uno de ellos fumaba. Ningún vehículo transitaba por la carretera y el silencio eran tan imponente que podía escuchar las caladas.

Un agente de más edad, gordo y con bigote de herradura, se acercó desde el segundo plano en el que se había mantenido.

– ¡Vosotros tres, a vaciar el coche!

Los guardias empujaron a mis compañeros con los cañones de las armas y les ordenaron sacar al exterior todo lo que hubiese en la cabina. A mí me llevaron a la parte trasera, me ordenaron abrir el maletero y descargarlo. No había demasiado: cuatro mochilas, sacos de dormir y la tienda de campaña. Lo dejé todo sobre el asfalto.

– De vacaciones a las Vascongadas en estado de excepción. Yo también quiero ser estudiante. Abre las mochilas y déjalo todo en el suelo, dijo mi vigilante.

Ahora se dedicaban a interrogar a los otros tres, uno a uno. Reunieron toda la documentación y se la llevaron al Jeep lejano, quizá para llamar por radio y pedir antecedentes.

Nos agruparon de nuevo frente al bosque, esta vez a los cuatro. Tenía ganas de mear, de tomarme una anfeta, de sentarme en el suelo, de salir corriendo, pero no sentía miedo, sino una especie de sentido muy extremo de la eventualidad. Creía estar asistiendo a un ballet, a una ceremonia escénica de un grupo sicodélico.

Varios guardias examinaban con una minuciosidad casi teatral las camisas, los bolsillos de los pantalones sucios, el interior de los sacos de dormir. Otros hacían lo mismo con las bolsas con agua y restos de comida que llevábamos en el coche. Luego levantaron los asientos, sacaron las alfombrillas, olieron el termo con café…

El guardia gordo hizo un gesto y los otros, por parejas, nos cachearon uno por uno. Mientras un agente nos palpaba, el segundo vigilaba. Tuvimos que sacarnos los zapatos y los calcetines. La tierra del arcén estaba húmeda pero templada.

En el bolsillo de mi camisa encontraron el cilindro de plástico del Still 2, lo abrieron y volvieron a dejarlo en el bolsillo.

– ¿De quién es esto? , escuché que preguntaban desde la parte trasera del Renault.

Habían encontrado mi carpeta.

– Es mía, contesté.

– Ven aquí.

Era el guardia de la frente amplia. Estaba hojeando el embrollo de papeles, dibujos y escritos.

– ¿Todo lo escribiste tú?

– Sí.

Leyó alguna pieza con más detalle. Vió una foto de Bowie, otra de Lou Reed, otra de Peter Gabriel…

– ¿Éste es el inglés que tocó hoy en Anoeta?

– Sí.

– ¿Estuvo bien?

– Mucho.

Siguió pasando folios, decenas. No los completaba, pero yo percibía que se quedaba con algo de cada uno.

El gordo había ordenado a mis amigos que recogieran y devolvieran todo al coche, pero mi guardia seguía dale que dale con la carpeta. Cuando llegó al final me la devolvió.

– No escribes mal, dijo.

Nos dejaron seguir. Estuvimos en silencio durante un buen rato. J.L. sollozaba en el asiento de atrás.

Luego todos se quedaron dormidos y yo tomé otro par de pastillas.

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Este recuerdo brotó tras leer una entrada de la bitácora de trying…, a quien su padre regaló palabras de Peter Gabriel sobre barcos en la noche.

11 comentarios

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11 Respuestas a “Eterno nocturno

  1. Thank you for sharing this «recuerdo.»

    Your words, sir………….wow.

  2. carolina

    JO-DER!!! En serio, escribe un libro de memorias… Me ha encantado. ¿Qué habrán hecho con esos escritos de Bowie y compañía?

  3. ;-)) Me ha encantao! Cinco añitos tenía yo. Gracias por cosas así, Jose. ¿Quién quiere escribir una novela o un cuento? Fragmentos así se bastan y se sobran.

  4. Odio con dibujo una sonrisa y me lo convierten en un estupido emotinecio sonriente, no es lo mismo.

  5. bichito

    Gracias a todos.

    Trying: you awaked the memory

    Carolina: es puro ejercicio de memoria… Quizá me expliqué mal en el texto: el guardia no se quedó fisicamente con nada. Notaba que se ‘quedaba’ con partes de lo escito, que las retenía. Lo más triste de todo es que perdí esa carpeta. Sería bochornoso leerla ahora, pero al menos sería algo.

    David: yo tampoco tenía más de cinco de edad mental-sentimental, me temo. Yo también detesto los emoticonos. Investigaré a ver si puedo desactivarlos. Para compensar, va uno de mi parte :)

  6. bichito

    David: he reconfigurado este trasto para liquidar emotinecios. Ahora son tan binarios como deben ser =P

  7. Grazie :)
    Por cierto, me gusta ese guardia civil leyendo y diciéndote que no escribes mal. La vida imita los puntos de inflexión de la relatos y le salen mejor.

  8. wooow, que historia! Gracias por contarnosla.

    El guardia tenia toda la razón. Que habrá pasado con él? te gustarias saberlo?

    En 1975 yo conducia un Renault 8 Gordini que mi padre repintó de celeste. tenia 4 años y estaba convencido que era yo quien gobernaba ese auto sentado sobre las piernas de él. Yo se que no es importante, pero conocer al interior de este auto me hizo imaginar con nitidez la escena e el reten.

    Haz pensado alguna vez en lo interesante que es tu vida?

    • bichito

      Siempre me gustó suponer que los cruces (de vidas o caminos) no son casuales. El devenir de aquel guardia… Sería un buen tema para un reportaje. Lo escribiría con agrado.

      Mi vida, ¿interesante?… Quizá confundas el adjetivo: es larga.

  9. julio

    Hola : que recuerdos !!!!! soy de donosti , yo tambien estuve en ese concierto , creo que fuè el mejor de mivida .Efectivamente esta era una ciudad muy gris y con una represiòn acojonante durante muchos años. Me ha gustado mucho tu relato , un saludo .julio (donosti)

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