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2+8+2+1+9+5+5

Más de una vez me entretengo en la poderosa apatía de los cuartos de baño, en su perfección clínica.

Me agacho con las piernas encogidas y la pared apoyada en el alicatado, tabique de quirófano, y espero en el blanco detenido hasta segregar el mareo en cualquiera de las formas posibles: orina, palabras, gesticulaciones, fotografías…

En la novela La broma infinita, David Foster Wallace dice que los retretes son las nuevas enfermerías “para la ansiedad pública, el sitio para recuperar el control”.

Me mareo con frecuencia desde hace unos 25 años. La primera vez conducía un automóvil. En un cambio de rasante, bajo la luz todavía intensa del sol poniente de septiembre, la carretera vino hacia mí con una velocidad astronáutica.

El mareo es más ligero que un suspiro. Contradigo a Peter Handke cuando afirma que el suspiro es “el sonido más íntimo del ser humano”. Nada más privado que el mareo en un lavabo.

Ejerzo el periodismo desde hace unos 25 años. Lo primero que publiqué fue una entrevista con el presidente del gremio español de farmacéuticos. Lo último, una entrevista-semblanza sobre una fotógrafa. No creo en las contingencias de la eventualidad: soy un buen cliente de las farmacias y quisiera tener derecho a presentarme como fotógrafo.

¿Cuánto pesa el mareo? ¿Menos que la nausea? ¿Más que la luz de la cruz de neón verde que sirve de reclamo a las farmacias? ¿Menos que mis brazos extendidos, Norte y Sur, proyectando una sombra de cruz sobre la pantalla de la ropa tendida bajo los ventanales? ¿Más que la fotografía encerrada en el fondo de mis ojos, también verde, un mar otoñal de marea viva y algas revueltas?

Hace 25 años cumplí 30. Ahora, 25 años después, cumplo 55. De acuerdo con la arcana ciencia de la numerología, la fecha de mi nacimiento, 28 de febrero de 1955, daría lugar (2+8+2+1+9+5+5 = 32 | 3+2 = 5) al número 5.

Alguna vez leí en un tratado cabalístico que el 5 es el signo de la acción, pero también de la inquietud; la adaptabilidad y la inconsistencia; la aventura y la impaciencia…

En su Adagia póstuma, el poeta Wallace Stevens escribió:

No hay nada en la vida excepto lo que uno piensa de ella.

También:

Se lee poesía con los nervios.

Stevens, a quien algunos aplican con justicia el título de padre del modernismo y de quien el desconsiderado T.S. Eliot copió más de una fórmula de estilo, murió en el mi año de nacimiento.

Stevens era un poeta a escondidas. Bajo el disfraz humano se manejaba como abogado y vicepresidente de una compañía de seguros. Apuesto a que se retiraba al cuarto de baño para imaginar faisanes desapareciendo en la maleza.

También quise ser poeta. Desde los 15 hasta los 50 escribí de modo eléctrico pero nada astuto.

1.

Una persona que hoy es un autor de éxito masivo leyó algunas de mis páginas y me las devolvió sin comentarios.

2.

Una amiga entregó otras haciéndolas pasar por suyas en un taller literario.

3.

En alguna Navidad edité pequeñas tiradas para regalar a los cercanos.

No puedo saber qué significa la enumeración de estas tres situaciones, pero no me consta que alguien haya leído mis poemas con los nervios.

En 1955 murieron también el saxofonista Charlie Parker (riendo ante un show televisivo, como un ángel, como un niño), el pesadísimo Thomas Mann (de seguro no sin antes pronunciar una de esas abultadas germanías que se citan en los departamentos universitarios) y uno de los mejores periodistas de la historia, James Agee.

Agee había escrito, además de buenas novelas, el reportaje de los reportajes, Elogiemos ahora a hombres famosos, con fotos de Walker Evans, donde se limitaba, por ejemplo -la literatura es simple y la complicidad absoluta-, a enumerar las chanclas en el porche de la cabaña de los jornaleros de algodón: ésas son de la niña, aquellas del niño, de la madre, del padre…

Terminé como periodista porque quería escribir y no adivinaba nada mejor para hacerlo de manera pronta y, digamos, sin la mediación de lo importante, lo noble, la literatura para la cual no me sentía -no me siento- capaz.

Aprendí como se debe: leyendo diarios, muchos, fantaseando con Agee y sentándome en el cesped a fumar hachís y soñar el mundo nuevo que nunca llegó. Después vino la realidad: periódicos, radios, televisiones, revistillas de singular pelaje. Evidencié en todos los destinos que la teoría económica marxista no es una paparrucha.

No puedo decir que me desilusionó el ejercicio: algunos días fui feliz; otros, creí ser, inocente y orgulloso, perdurable; casi siempre, entendí que la información es un hijo bastardo de la manipulación.

James Agee murió en el asiento trasero de un taxi. En silencio. El conductor acabó la carrera y, sin saber que transportaba un cadáver, dijo:

Hemos llegado, señor.

En 1955, en un cruce de carreteras de un lugar llamado Cholame, en California, entre la chatarra de otro auto, un sensual Porsche 550 Spyder, murió James Dean, de quien nunca me apasionaron las películas, ni siquiera sabiendo que en Rebelde sin causa el director John Huston no le dejaba orinar en la sagrada quietud del cuarto de baño. Con la prohibición pretendía que Dean actuase con más nervio.

Me gusta la foto clásica de James Dean tomada por Dennis Stock: en Times Square, con un cigarrillo pese a la lluvia. Es de 1955, semanas antes del acccidente. El fotógrafo, que siguió retratando los momentos homéricos de mi generación (los Ángeles del Infierno, Miles Davis, los festivales hippies…), falleció hace sólo un mes.

Pero no se trata de mi generación, claro. ¿Quién es mi gente?, ¿dónde está?; ¿en qué paraíso vive?, ¿en que infierno se consume?

Se dice de las personas de mi edad que tenemos una buena ‘agenda’. En la mía figuran unos cuantos muertos:

C., consumido por la heroína y el sida.

L., quemado por la heroína y la mala suerte.

T., noqueado por un mal chute, asomado a la ventana, pidiendo socorro a los paseantes en una educada tarde de domingo..

R., un cadáver en la cuneta de una villa-miseria.

M. y R., con la transparencia del cáncer.

De todos recuerdo algo bueno y algo malo. Eran resistentes, pelearon, sabían que T.S. Eliot no tenía nada que hacer frente a Karl Marx.

Tenían mi edad y son people who died. Ya puedo decirlo, como Jim Carroll, otro cadáver.

¿Qué aprendizaje? Y antes, ¿qué iniciación? Y aún antes, ¿qué traspatio, qué infancia?

Y ahora, ¿qué futuro? Tengo anotada en mi diario una frase de A.M. Homes:

No hay sala VIP en la realidad, y no hay realidad en esta ciudad. No puedes pedirle a Google las respuestas.

Me gustan las mujeres que atienden las farmacias. Son pacíficas. A veces yo también lo soy: cuando me olvido de mí mismo y de las farmacias, en el traspatio inmaculado del cuarto de baño. También ahora, a los 55 años.

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Anoche hubo fiesta en casa: bebimos gin-tonics de lujo, jugamos a hacer el payaso adivinando películas con la ayuda de gestos mímicos, me dejaron ser DJ residente y sólo puse música cantada por negros, me regalaron varios libros y una imprentilla. Esta mañana, unos bellos zapatos negros. Llamaron mamá y papá. Ella, como siempre, fue la más dulce: «Eres joven, vive el momento».

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