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Ladrido político

Woody Guthrie tenía dos perros: ambos ladran en el volumen número 4 de la recopilación de las cintas Asch titulada Buffalo Skinners.

Desconozco el nombre y la raza de los perros, aunque me permito imaginarlos sucios pero bien alimentados, chuchos felices buscando pícaras perras lanitas para bailar sobre el rocío.

Woody y los perros, eso imagino, cantan canciones con cuyos títulos podría fundarse un mundo:

El regreso de Montaña Rocosa Slim y Rata del Desierto Shorty
A lo largo del sol y la lluvia
Conduzco una furgoneta mal pintada
El valle del Río Rojo
Ciclón salvaje

Palabras afortunadas que vivieron en su propio tiempo y ahora, de ser usadas, sonarían como una mala y vergonzosa broma: fueron verbo interior, alimento de príncipes y ahora son mera retórica. Por lo que fueron y han dejado de ser, esas palabras nos hacen pensar en nosotros mismos, en la penuria del lenguaje privado y lento.

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Pero no quiero hablar de mí, ni siquiera Woody, de quien hablaron mejor otros.

Me gustaría referirme al mejor de los músicos que no sabían música, ese hombre que con ningún disfraz podría esconder la mirada racial de los judíos.

Moses Asch: un poco toro, un poco sin musgo, un poco, a su manera cobriza, heterodoxo, comedor de tocino, mordedor de lunas.

Era hijo de Sholem Asch, el más notable de los escritores en yiddish de los albores nada retóricos del siglo pasado (por cierto, le enterraron cerca de Tel Aviv, en Bat Yam, una ciudad a la cual, por el significado de su topónimo, hija del mar, merecemos viajar).

Moses Asch, grabó dos mil canciones y nadie sería tan osado como para sostener que no es también suya la autoría de esas canciones, porque ¿quién sabría de ellas de no ser por Moses Asch, atando con cuerdas el micrófono al respaldo de la silla o colgándolo de la lámpara del cuarto de un hotel?

Aunque ahora no es posible consumar la nostalgia porque nadie se tomó la molestia de anotar el nombre del hotel, quizá un edificio notable por otras razones: un amor, una muerte, un encuentro…

Tampoco Moses Asch, demasiado ocupado vigilando la grabadora Nagra, comprobando que el nivel de entrada del sonido no sea demasiado alto cuando Woody se calienta y quiere hacer de la vida un soplo de perro, un ojo flamante.

En 1905 Moses Asch había venido al mundo en Polonia, había caído en Polonia, se había estrellado en Polonia, donde medraba Cristo y los niños morían. Era, por tanto, otro hijo de la emigración y el hambre y en las tardes azules de Brooklyn vendía aparatos de radio en una tienda, Radio Laboratories, que cedía por las noches como local de asamblea para grupos de izquierda y sindicatos.

También preparaba interceptores de las frecuencias policiales para algunos proscritos del barrio, porque en aquel tiempo claro no era descabellado que Dillinger y Lenin compartiesen un mismo vaso de aguardiente.

Moses Asch había sentido un escalofrío al leer Cowboy songs and other frontier ballads, el libro de John Lomax sobre la virtud patriarcal de toda canción nacida ante el fuego, sobre la tierra, bajo el cielo.

Se hizo adicto a los discos de acetato del hermano de Lomax, Alan, que había bajado a los campos de trabajos forzados de Alabama para grabar a presos, subido a las irracionales montañas de Oklahoma para grabar a viejos montañeses, viajado a Rumanía, Lombardía y Galicia para grabar a mujeres nacidas con la obligación de velar un heredado luto.

Condenados por el gobierno, condenados por la mala suerte, condenados por nacer cantando: sólo ellos merecen la canción, pensaba Moses Asch. Le terminó de convencer de ese credo el festival From Spirituals to Swing, que organizó en 1938 un descendiente díscolo de la estirpe de los millonarios Vanderbilt, John Henry Hammond, descubridor de Billie Holyday y Count Basie y, con el tiempo, mentor del joven Bob Dylan.

La música americana, dedujo Moses Asch, es una línea perenne, una ruta que se inicia en un camino polvoriento del occidente africano y, al tiempo, en un erial danés, en un burdel de Dublín y una cantina de Hamburgo.

Gastó todo su dinero, también el de sus amigos, en la porfiada tarea de reunir el legado de tantos pasos, cruces de caminos, mezclas de bebidas, malos amores, crucifixiones nada santas… Lo consiguió desde 1948 con Folkways, la empresa de edición y grabación más asombrosa de la historia. Su catálogo tiene gospel hondo, jazz caliente, electrónica dodecafónica, rondas de borrachera grabadas en los cinco continentes, lamentos de amor, bravatas de rebeldía…

Grabaciones a cielo abierto, sin estudios, sin técnica, sin producción: he ahí el hombre, he ahí la canción.

Grabó a Woody Guthtie, Leadbelly, Cisco Houston, los New Lost City Ramblers y la diosa Mary Lou Williams (quien no haya escuchado la Zodiac Suite debe posponer la muerte para hacerlo). En 1950 fue el único en atreverse a editar Anthology of american folk music, de Harry Smith, el disco donde, según Dylan, está toda la música necesaria para vivir.

Pero Moses Asch, inconforme con la pereza, oidor insomne, también grabó ranas, sonidos urbanos, pájaros, perros, máquinaria, niños jugando, palabras…

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Según la etimolgía, la música folk debiera ser la música de la gente común, del pueblo, de la tribu.

Creo en ello, mantengo que existe un círculo perdurable donde conviven sociedad, mito, magia, hondura y frivolidad. Sólo el folk transgrede: bajo los puentes, en los rediles, ante los nietos, en los porches, frente a los muertos, en bodas y duelos…

Ningún sonido despreciado, ningún sentimiento desperdiciado. Sin arte ni pretexto, sin pretensión ni elegancia: como el ladrido de un perro, algo político.

Woody Guthrie tenía dos perros: ambos ladran en el volumen número 4 de la recopilación de las cintas Asch titulada Buffalo skinners.

Desconozco el nombre y la raza de los perros, aunque me permito imaginarlos sucios pero bien alimentados, chuchos felices, buscando pícaras perras lanitas para bailar sobre el rocío.

Woody y los perros, eso imagino, cantan canciones con cuyos títulos podrían fundarse un mundo:

El regreso de Montaña Rocosa Slim y Rata del Desierto Shorty
A lo largo del sol y la lluvia
Conduzco una furgoneta mal pintada
El valle del Río Rojo
Ciclón salvaje

Palabras afortunadas que vivieron en su propio tiempo y ahora, de ser usadas, sonarían como una mala y vergonzosa broma: fueron verbo interior, alimento de príncipes y ahora son retórica. Por lo que fueron y han dejado de ser, esas palabras nos hacen pensar en nosotros mismos, en la penuria del lenguaje privado y lento.

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