Una biografía recién editada acusa al reportero Ryszard Kapuscinski de cruzar la frontera entre vida y ficción, mezclarlas y, lo que se presenta como el peor pecado, no respetar los sacrosantos mandamientos del periodismo anglosajón.
Los anglosajones, estadounidenses e ingleses, nos invaden el espíritu, contaminan la mente, abducen a la infancia, exportan e imponen modelos sociales y de explotación o expolio culturales, envían soldaditos sobrealimentados, bien armados y matones allá donde quieren, pero, ¡ah de nosotros si quebramos sus sagradas leyes!.
El biógrafo de Kapuscinski se llama Artur Domoslawski. También es polaco y reportero.
Para fundamentar las acusaciones, sostiene que el autor de Ébano, El imperio, La guerra del fútbol, El Sha o la desmesura del poder y tantas otras lecciones magistrales de vida se presentaba como testigo de sucesos que sólo conoció por el testimonio de terceros y utilizaba recursos literarios indignos.
Un ejemplo: Kapuscinski dice que los peces del Lago Victoria crecieron más de lo debido por los cadáveres que el dictador de Uganda, Idi Amin, arrojaba a las aguas. “Lo cierto”, precisa Domoslawski, “es que los peces crecieron porque comían otros peces más pequeños del Nilo”. El biógrafo no precisa si preguntó cara a cara a los peces sobre su dieta alimentaria.
La vieja y maloliente polémica: vida y periodismo.
Lo único importante en el oficio, y esa obligación no se cansó de repetirla y ejercerla Kapuscinski, requiere como norma obligatoria no ejercer el cinismo -la perversa aportación de la última mitad del siglo XX fue equiparar cinismo e inteligencia- y contar desde tus entrañas la verdad múltiple, poliédrica, nacida de lo privado y crecida en lo colectivo.
No sé quién demonios lo dijo, pero conviene repetirlo: la vida es un cuento y el periodismo es un cuento sobre el cuento.
Seguiré leyendo a Kapuscinski. De seguro nunca leeré a Domoslawski.
Y, sí, estoy seguro: las carpas del Lago Victoria engordaron con cadáveres de ugandeses.